De haber nacido en una época en la que quedase aún alguna reminiscencia de romanticismos pasados, Christopher McCandless se habría convertido en una leyenda que bien podría haber dejado en la sombra al mismísimo Kerouac. Un auténtico símbolo de la otra América que algún día me gustaría conocer.
Christopher “Supertramp” McCandless (12/feb/1968 – 18/ago/1992), primogénito de una familia de clase alta, cursó estudios de historia y antropología. Y recién graduado, con 23 años, decidió por su propia voluntad abandonar la sociedad en la que había crecido.
Quizá me quede corto: más que dejar de formar parte de su “sociedad”, Chris McCandless le hizo un corte de mangas en toda regla a su acomodada pero enfermiza familia, al american way of life, y a todos los valores vigentes tan ligados al materialismo. Donó sus ahorros de 24.000 dólares a una ONG, quemó el puñado de billetes que le quedaban, abandonó su coche al menor contratiempo, y se echó a la carretera con un rifle del 22, un saco de arroz de cinco kilos y un puñado de libros. Así estuvo vagando por todo el país durante algo más de año y medio.
Durante su periplo, llegó a vivir inmerso en la naturaleza más salvaje, pero también entabló profundas relaciones con toda clase de personajes con los que se encontró en el camino. Algunos tan atípicos como él, habitantes de las comunas hippies de Cali¡fornia. Y otros, absolutamente convencionales, como un anciano militar jubilado, que desde su viudez vivía inmerso en la confortable monotonía.
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Inspirado por uno de sus ídolos literarios, Jack London, su último sueño habría de llevarle hasta Alaska, donde sufrió todo tipo de infortunios que pusieron un fin trágico a la aventura. Según el biógrafo que recogió su historia (Jon Krakauer), Christopher, acuciado por el hambre, comió por error unos frutos venenosos que le causaron parálisis y detuvieron su sistema digestivo. Sin embargo, según la investigación forense, no había indicios de toxinas en su organismo, y lo más probable es que hubiese muerto de pura inanición. Supongo que a esas alturas se le habría acabado el arroz. En cualquier caso su cuerpo de deportista universitario se había convertido en una piltrafa humana de apenas 30 kilos, y fue encontrado dos semanas después de su muerte en su saco de dormir.
Suena como un final triste, desde luego. Pero antes de diñarla, Christopher McCandless quiso dejar escrita una advertencia, colocada en un cartel sobre el camastro en el que se tumbó a morir, para que nadie se llevase una impresión equivocada: “He tenido una vida feliz”, subrayó. Miro a mi alrededor y no estoy seguro de cuántas personas de las que conozco podrían decir lo mismo si supiesen que se van a morir mañana.
Aparte de la biografía de Jon Krakauer antes citada, Sean Penn le ha dedicado una película, Into the Wild, a través de la que he descubierto esta historia, y que me ha sorprendido agradablemente. Es la primera película dirigida por Sean Penn que veo, y creo que ha hecho un buen trabajo. La historia se prestaba a caer fácilmente en muchos tópicos sobre la rebeldía, la malévola sociedad y el buen salvaje, pero todos los diálogos, los personajes y las historias secundarias que la aderezan están bien trabajadas. La música ha sido elegida con cuidado y la fotografía es excelente. Es, en resumen, una buena narración de una historia inspiradora.
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